Me senté a esperar mi turno, con las manos sobre las piernas , con los dedos entumecidos y el ruido de la calle que me resultaba desesperante. Miré a mi costado izquierdo, divisé aquel joven, no llegaba a los 20 años. Tenía las manos inquietas, se movía muy rápidamente y hundía los ojos en el celular de su madre que (ya desbordada), le mostraba unas fotos. Me miró, no saqué la vista de aquel punto. Tenía la mirada desordenada, y acompañada por la luz que entraba por el ventanal, de a ratos parecía nostálgica, como si entendiera todo, quizás demasiado. Corrí la cabeza, miré hacia la recepción, ella me observaba como siempre, sabe mi historia y a veces pienso que le doy lástima. Mordisqueé mis uñas como de costumbre, mi gran antídoto para calmar la ansiedad; miré la hora en mi celular, saqué un libro, abrí unas páginas, quise leer, fue imposible.
Miré hacia mi derecha, el niño, el ruido de la puerta.
-“Pasá Melody”.
Me miró y con un gesto amable quiso desprender una sonrisa. Sabe que no estoy bien. Sabe cuanto la necesito.
Como en todos los principios de las sesiones el ambiente se reducía a una mirada buscando un comienzo, una delicada sonrisa y un silencio como puente. Siempre me sonreía, y yo también. Me preguntó porque me reía hablando de temas tan serios y contesté que era mi forma de evitar el llanto irreversible, que siempre fue mi forma de resguardarme. Sin ninguna otra acotación empecé a hablar de forma espasmódica y nerviosa.
Ella anotaba, de a ratos levantaba la vista y reflexionaba, queriendo entenderme, mirando a la vez los rasguños de mis brazos que ya comenzaban a cicatrizar.
“Trastorno límite de la personalidad con comorbilidad en un trastorno de ansiedad generalizada”
Bastante fuerte, aunque ya previsto.
Mañana es martes, y a pesar de la contaminación, me alivia saber que voy a volver a verla.
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